Si preguntáramos a la gente, a todo tipo de gente (también a la que se considera de izquierda-izquierda), por cómo se imagina la sociedad de mediados del siglo XXI, la mayoría seguramente respondería que imagina una sociedad en la que, en un mundo aún más globalizado e intercomunicado, la economía saludable seguiría intrínsecamente vinculada a su crecimiento material y que el “progreso científico-técnico”, en su desarrollo imparable, sería capaz de resolver todos los problemas y de remover todos los obstáculos que ese crecimiento fuera generando. Por eso, es muy probable que esa misma gente señalara que la receta para salir de la crisis actual, así como el indicador de que la hemos dejado atrás, sería, sin duda, una nueva de etapa de crecimiento económico.
Sin embargo, ¿se preguntaría esa mayoría sobre las bases materiales en las que ese mundo tendría que apoyarse? ¿Reflexionaría sobre si es posible, e incluso conveniente, retomar la senda del crecimiento material de la economía y mantenerla en el tiempo? No parece que sea así, ya que las acciones de las élites económicas, políticas y mediáticas, así como las propuestas de una buena parte de la intelectualidad, incluidos premios Nobel, entre los que destacan ¡qué paradoja! los economistas, obvian completamente algo tan central como el hecho de que el planeta, nuestro planeta, el único que tenemos, ese en el que vivimos y del que dependemos, está cada vez mas exhausto.
A los síntomas claros de agotamiento, tales como el fin de la era de la abundancia de combustibles fósiles y de muchos de los materiales estratégicos, o la disminución de agua para el consumo, o el colapso de importantes pesquerías… se añaden
Nos estamos dando de bruces con los límites del planeta. Estamos cada vez más constreñidos entre un “suelo agotado”, del que cada vez podemos extraer menos, y un “techo saturado”, en el que cada vez se pueden depositar menos residuos. Pero, a pesar de ello, seguimos empeñados en un crecimiento ilimitado que, según las claras evidencias, es imposible. Es algo paradójico que en la sociedad de la «razón y del pensamiento científico-técnico», en algo tan fundamental como nuestro futuro inmediato y el de nuestros descendientes, se imponga con naturalidad la fe ciega en la tecnología y el mito de un progreso lineal caracterizado por el crecimiento sin límites de una economía que invisibiliza los deterioros ambientales y sociales que lo acompañan.
Ese relato hegemónico, que ha impregnado todas las capas de la sociedad, incluidas, por desgracia, aquellas que se mueven en el campo de las izquierdas, sigue considerando que cuanto mayor sea el crecimiento económico mejor viviremos. Sigue pensando y actuando como si fuéramos espíritus inmateriales, verdaderos querubines no sujetos a los imprescindibles y continuos intercambios de materia y energía con nuestro entorno. Es como si el discurso de esa mayoría social fuera el resultado de la disociación entre un pensamiento racional para el mejor conocimiento de nuestro entorno, y otro mágico que prescinde de aquél cuando se trata de analizar y de orientar nuestro modo de producción, consumo y vida. Parece que hemos avanzado enormemente en nuestro conocimiento de la realidad, pero retrocediendo, también enormemente, en nuestra vinculación con el mismo.
Para entenderlo debemos referirnos necesariamente al sistema en el que vivimos: al sistema capitalista que lleva en su ADN el crecimiento indefinido porque necesita producir más y más, para que se consuma más y más, para, así, poder ganar más y más dinero. Debemos referirnos a ese sistema que, por ello, en lo fundamental, va a seguir con el pie pisando en el acelerador del crecimiento (porque si no lo hace entra en crisis), aunque haya múltiples señales de alarma que nos indican que es imprescindible que activemos «los frenos de emergencia». Todo parece indicar que de no hacerlo nos acercamos a un colapso civilizatorio de consecuencias imprevisibles y que, aunque sea tarde, cuanto más nos retrasemos, más drástico tendrá que ser el cambio de rumbo y mayor el alcance de la frenada.
La época de la abundancia en recursos naturales toca su fin. Y lo hace en un planeta con una ecología frágil y deteriorada. Por eso, lo queramos o no, estamos abocados a un proceso de transiciones ecosociales que nos conduzcan a un decrecimiento de la esfera material de la economía. Transiciones que nos sitúan ante un enorme desafío: conseguir que sean socialmente justas, ambientalmente equilibradas y democráticamente decididas. Porque de lo contrario, nos conducirán a sociedades aun más injustas y más autoritarias que las actuales, en las que cada vez menos personas (los grandes poderes) puedan mantener su estilo de vida a costa de que un mayor número de personas no puedan llegar a los mínimos materiales que les garanticen una existencia digna.
Ese desafío estuvo en el centro de los III Encuentros Ecosocialistas Internacionales celebrados en Bilbao en septiembre del año pasado. Y es también la razón que explica la reciente configuración de un espacio ecosocialista vasco con vocación de permanencia. Un espacio lo más amplio, abierto y plural posible para el debate, la reflexión y la elaboración de propuestas que faciliten esas necesarias transiciones ecosociales en Euskal Herria. Para lo cual, va a privilegiar el encuentro, la colaboración y el contraste, particularmente, entre el ecologismo, el sindicalismo y el feminismo, que son los tres pilares en los que pretende sustentarse. Estamos en tiempo de descuento y no podemos seguir mirando hacia otro lado: o actuamos ya, o descarrilamos.Ritxi Hernández Abaitua y Mikel Casado Arroyo participantes en el Espacio ecosocialista vasco16-01-2017